Por Romina Zanetta
“Seamos altruistas. Quizás sea lo que nos salve”
Matthieu Ricard
Las innumerables injusticias sociales, la extrema pobreza y hambruna, las guerras, los actos diarios de violencia en todas partes del mundo, las conductas de corrupción, el daño prácticamente irreparable a nuestro medio ambiente, entre otros desgarradores escenarios, nos impulsan a creer en la naturaleza individualista del ser humano, convenciéndonos de que vivimos en un mundo caracterizado por la cultura del “sálvese quien pueda”, que premia la competencia, y el ganar en desmedro de la calidad de vidas de otros.
En este aparente mar oscuro de profundo egoísmo, sin embargo, existen valiosas luces de altruismo: personas y organizaciones que trabajan y colaboran día a día para darle solución a los escenarios antes mencionados, que difunden ideas y articulan acciones para avanzar hacia una sociedad con mayor equidad y justicia social, donde la preocupación por los demás, la solidaridad y el cuidado del medio ambiente sean las reglas.
¿Qué actos reflejan mejor quiénes somos como especie humana? ¿Las conductas egoístas o las cooperativas y altruistas? ¿Constituye el altruismo una vía plausible para el bienestar personal y colectivo?
Diversos estudios de las áreas de las ciencias cognitivas y del comportamiento han puesto su foco en estas interrogantes, evidenciado la naturaleza social del ser humano y correlacionando los vínculos afectivos y las conductas altruistas con el bienestar.
Para nuestra supervivencia como especie humana han sido tan importantes las alianzas y el pertenecer a grupos, pues solo de esta manera nuestros ancestros pudieron enfrentarse a enemigos más fuertes y a condiciones extremas que requerían un esfuerzo colaborativo, que la evolución ha privilegiado los sistemas biológicos que impulsan y apoyan las conductas gregarias, constituyendo esto una parte fundamental de quiénes somos hoy en día.
Tanto es así, que incluso nuestro cerebro experimenta el rechazo social de la misma forma que el dolor físico, activando en ambas situaciones la corteza cingular anterior. Nuestro cerebro interpreta la soledad o la falta de pertenencia como un peligro y por ello se pone en modo de alerta, liberando hormonas del estrés para que tomemos acción con el fin de cambiar esa situación. Por lo tanto, mucho tiempo en soledad (o sintiéndonos solos) provoca estrés crónico, estado que se relaciona con una deficiencia del sistema inmune y numerosas enfermedades.
En adición a lo anterior, al ser una especie altamente social, desde muy pequeños tenemos una inclinación hacia la cooperación. Un estudio liderado Warneken y Tomasello del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig, evidenció cómo niños de tan solo de 18 meses de edad, fácilmente y sin incentivos externos, muestran conductas altruistas, ayudando a otros a lograr sus objetivos, como abrir una puerta de un armario, recoger o apilar objetos, entre otras actividades.
Desde pequeños los seres humanos somos propensos a la colaboración. Nuestro cerebro realmente nos impulsa hacia conductas cooperativas y actos de generosidad, pues frente a acciones altruistas o de ayuda a otros se activa el circuito cerebral de recompensa, premiándonos con neurotransmisores que nos generan placer y bienestar: dopamina; que nos hace sentir motivados; oxitocina, neurohormona que ayudaría a reducir los efectos nocivos del estrés; y serotonina, que nos brinda paz al completar un objetivo y nos hace sentir considerados y respetados.
La Universidad Británica de Columbia en conjunto con Harvard Business School realizó un estudio en el que se demostró que la felicidad no se genera por acumular dinero, sino que tiene relación con el modo en que este se gasta. El último paso de esta investigación consistió en entregarles a 46 voluntarios un sobre que podía contener 5 o 20 dólares. A un grupo se le indicó que lo gastaran en ellos mismos y al otro grupo, que lo invirtieran en otras personas. El resultado final fue que quienes utilizaron el dinero en otros se sintieron más felices que quienes gastaron en sí mismos, pudiendo concluir que el ayudar o dar un regalo a otra persona (pequeño o grande) proporciona mayor bienestar. Ahora bien, esto no solo se reduce al gasto prosocial, sino que sucede lo mismo con acciones como brindar tiempo, dar abrazos, reconocer y valorar a las demás personas, entre otras conductas.
Como se ha revisado, el cerebro humano se caracteriza, no por su tendencia al individualismo, sino que por su sociabilidad, búsqueda de conexión y pertenencia, altruismo y cooperación. Estos son elementos fundamentales para vivir con bienestar tanto físico como emocional.
Cabe cuestionarnos, entonces, qué están haciendo los diversos sistemas educativos y sociedades del mundo que en muchos casos esa naturaleza pareciera perderse completamente. Hoy es una necesidad cuidar y desarrollar las tendencias cooperativas y altruistas innatas, pues somos testigos de que, si estas cualidades no se cultivan y, por el contrario, se enseña a competir y a velar por los intereses propios por sobre el bienestar colectivo, podemos caer fácilmente en conductas egoístas que tanto daño hacen a otras personas y al entorno, acciones que tal vez puedan traernos placer inmediato, pero que definitivamente no constituyen la felicidad al largo plazo.
La educación tanto a nivel familiar como institucional debe estar al servicio de la construcción de un mundo más colaborativo, altruista y en bienestar. Como especie humana tenemos todo el potencial para lograrlo.